Thomas L. Friedman
Miércoles, 15 de Enero, 2014
Si yo tuviera un martillo
EE. UU.
Mi historia preferida en el
fascinante libro de Erik Brynjolfsson y Andrew McAfee, La segunda edad de las
máquinas, es cuando le preguntan al gran maestro neerlandés de ajedrez Jan Hein
Donner cómo se prepararía para un encuentro contra una computadora, como Big
Blue de IBM. Donner respondió: “Llevaría un martillo”.
Donner no es el único que tiene la
fantasía de destruir algunos recientes avances en software y automatización
–por ejemplo, los autos que se conducen solos, las fábricas robotizadas y la
inteligencia artificial– que no solo están desplazando obreros a pasos
acelerados sino que ahora también a trabajadores de oficina e incluso a grandes
maestros de ajedrez.
En los últimos diez años sucedió algo
muy importante. Algo que se siente en todos los empleos, las fábricas y las
escuelas. Podría decir en pocas palabras que el mundo pasó de estar conectado a
estar hiperconectado. En consecuencia, el promedio quedó atrás, pues ahora los
empresarios tienen acceso más fácil y más barato a software por encima del
promedio, a la automatización y al genio barato del extranjero. Brynjolfsson y
McAfee, los dos del Instituto Tecnológico de Massachusetts, ofrecen una
explicación más detallada: estamos en los albores de la segunda era de las
máquinas.
La primera era de las máquinas,
precisan los autores, fue la revolución industrial, que surgió con la máquina
de vapor patentada en 1871. Este periodo “se refiere a sistemas de energía para
reforzar el músculo humano”, explicó McAfee en una entrevista, “y cada invento
sucesivo en esa edad suministraba más y más potencia. Pero todas esas máquinas
requerían de un ser humano que tomara las decisiones.” Por lo tanto, los
inventos de esa época de hecho hicieron que el control y la mano de obra
humanas fueran “más valiosas e importantes”. La mano de obra y las máquinas
eran complementarias.
En la segunda era de las máquinas,
sostiene Brynjolfsson, “estamos empezando a automatizar muchas más tareas
cognoscitivas, muchos más sistemas de control que determinan para qué se usa
esa potencia. En muchos casos, ahora las máquinas de inteligencia artificial
pueden tomar decisiones más sensatas que los humanos”. Así pues, los humanos y
las máquinas manejadas por software ya no son complementarios sino excluyentes.
Lo que hace que esto sea posible, sostienen los autores, son tres grandes tipos
de avances tecnológicos que acaban de llegar a su momento clave de cambio. A
estos avances los llaman “exponenciales, digitales y combinatorios”.
Para ilustrar lo exponencial, relatan
la historia del rey que quedó tan admirado con el inventor del ajedrez que le
ofreció cualquier recompensa. El inventor pensó en arroz para alimentar a su
familia. Le pidió al rey que simplemente colocara un grano de arroz en la
primera casilla del tablero, y después, en cada casilla subsecuente, el doble
de granos que en la anterior. El emperador aceptó hasta que se dio cuenta de
que 63 duplicaciones arrojaban un número fantásticamente grande aunque se
empezara con un solo grano: del orden de 18 trillones de granos una vez
terminada la segunda mitad del tablero.
Los autores comparan esa segunda
mitad del tablero con la ley de Moore, que asegura que la potencia de cómputo
se duplica inexorablemente cada dos años. A diferencia de la máquina de vapor,
que era física y duplicaba su desempeño cada 70 años, las computadoras “mejoran
más rápidamente que cualquier otra cosa”, asegura Brynjolfsson. Ahora que
estamos en la segunda mitad del tablero digital, estamos viendo autos que se
manejan solos en el tráfico, supercomputadoras campeonas en Jeopardy, robots
fabriles flexibles y teléfonos de bolsillo con la potencia de las
supercomputadoras de una generación atrás.
Ahora sumémosle a esto la difusión de
internet, tanto entre las personas como entre las cosas: pronto, todo el mundo
tendrá un teléfono inteligente, toda caja registradora, todo motor de avión,
todo iPad de los estudiantes y hasta los termostatos estarán transmitiendo
datos digitales a través de internet. Y todos esos datos significarán que al
instante podremos descubrir y analizar modelos, reproducir de inmediato lo que
da resultado a escala global y mejorar lo que no funciona, ya sea una técnica
de cirugía de ojos, la enseñanza de fracciones o la operación de un motor GE de
avión a 30.000 pies de altura. De pronto, observan los autores, la velocidad se
acelera y la pendiente de las mejorías se hace más empinada.
Los avances combinatorios significan que podemos tomar Google Maps y
combinarlo con una aplicación para teléfono inteligente como Waze, a través de
la cual los conductores trasmiten las condiciones de tráfico en su ruta
simplemente llevando el teléfono en el auto. Estos datos se fusionan con un
sistema GPS que nos dice no solamente cuál es la mejor ruta para llegar a
nuestro destino, sino cuál es la mejor ruta en ese preciso momento, pues está
viendo las condiciones del tráfico en todas partes. Con esto nos convertimos al
instante en el chofer más inteligente de la ciudad.
Si ponemos todos estos avances
juntos, señalan los autores, veremos que nuestra generación tendrá más poder
para mejorar (o destruir) el mundo que cualquier generación anterior,
dependiendo de menos personas y de más tecnología. Pero también significa que
tenemos que reexaminar a fondo nuestro contrato social, pues el trabajo es muy
importante para la identidad y dignidad personal y para la estabilidad social.
Los autores proponen que se reduzcan los impuestos sobre el trabajo humano para
que este sea más barato que el digital; que se reinvente la educación para que
la gente pueda “competir con las máquinas”, no en contra de ellas; que se haga
más por fomentar el espíritu de empresa que inventa industrias y crea empleos;
e incluso, garantizarle a cada ciudadano estadounidense un ingreso básico.
Tenemos que replantearnos muchas cosas, sostienen, pues no estamos solamente en
un bache de empleo provocado por la recesión. Estamos en medio de un torbellino
tecnológico que está remodelando el lugar de trabajo. Y esto no deja de
duplicarse.
© The New York Times 2014.
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